Teorías del arte desde el siglo XXI (Sapere Aude, Oviedo, 2017), de Ilia Galán (profesor titular de Estética y Teoría de las Artes en la Universidad Carlos III de Madrid y escritor), es una pertinente edición que ahonda en la reflexión sobre el arte en nuestro tiempo.

Teorías del arte desde el siglo XXI

Sapere Aude, Oviedo, 2017

ISBN: 978-84-947524-0-7

Páginas: 328

 

 

 


Por Pedro Lecanda Jiménez-Alfaro

De la mano de Sapere Aude nos ha llegado, este verano, una nueva edición de la obra Teorías del arte desde el siglo XXI (Sapere Aude, Oviedo, 2017), de Ilia Galán (profesor titular de Estética y Teoría de las Artes en la Universidad Carlos III de Madrid y escritor). Dicha reedición no podría ser más pertinente toda vez que, como se pretende demostrar a lo largo de estas líneas, es esta una obra sintética, que corona la obra teórica del autor.

En la técnica ensayística propia de los autores del pensamiento débil (cuestión para nada menor, pues en el método hay ya algo de fondo), es frecuente la elipsis infinita de citas, la verborrea conducente a ocultar el fondo, la filigrana epatante que huye a la desesperada de afirmar cualquier cosa que no sea minúscula, como una suerte de mala escolástica, de fobia a la verdad. Frente a ello, Ilia Galán demuestra en esta obra una doble valentía: la primera, la de tratar de responder sin ambages a cuestiones de carácter fundamental; la segunda, hacerlo con claridad y frente a aquellos que pretenden monopolizar el ámbito de la reflexión con su paradójica obligación al relativismo. Dicho esto, y aún de forma introductoria, quisiera añadir dos cosas que no se encontrará el lector a lo largo de sus páginas: en primer lugar, no hay asomo de reaccionarismo, pues la oposición al mundo impuesto por la tradición de la revolución vanguardista se lleva a cabo con mirada constructiva, abierta, también aprovechando sus aciertos y con conciencia de la irreversibilidad del tiempo histórico; además, no hay si quiera amago de pesimismo: para el autor, el arte es algo más que un juego nihilista, y debe existir una forma de rescatarlo de su decadencia. Todo lo anterior con una prosa amena, a veces literaria y un método semejante a otros ensayos del autor (El Dios de los dioses o Filosofía del Caos, Estética y otras artes) en que se unen diversos artículos y breves ensayos, como fragmentos hilados por una serie de líneas maestras para lograr una convergencia final, rica y variada y no una mera suma de pecios, cristales rotos o glosas inconexas: en este sentido, se reconoce la impronta del autor del ensayo, como también en las tesis que en él se defienden, transversales a su pensamiento estético.

La obra se divide en cuatro grandes apartados, que contienen a su vez los artículos o ensayos breves que lo conforman: I. Sobre el arte, II. Filosofía y arte: una visión conjunta desde la estética, III. La música como paradigma y IV. Estética aplicada. En mi opinión, el contenido de la obra se podría reducir, por las exigencias de brevedad del formato en que se trata aquí, a tres grandes preguntas: ¿Cómo debe ser una filosofía del arte? ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? ¿Cómo saldremos de esta situación? Los dos primeros grandes apartados (sobre el arte y filosofía y arte) condensan la mayor parte de los razonamientos tendentes a responder a dichas preguntas. Sin embargo, los puntos de vista en ellos mostrados se enriquecen o completan en los dos últimos: en su aplicación de dichas ideas a la música (arte considerada como la más excelsa desde Platón hasta Schopenhauer y que en buena medida preocupa al autor), encontramos una reflexión muy útil acerca del canon, de la percepción del arte (y la dicotomía entre subjetividad y objetividad) y, en fin, de la manera en que el gran público se acerca a su consumo (Una sociedad musical) que recuerda a las reflexiones del filósofo inglés Roger Scruton en “La tiranía de la música pop” y que encontramos en relación con una percepción general del consumo (sí, consumo) de las artes en nuestros días. Lo mismo ocurre con “Estética aplicada”: como veremos en adelante, no sólo trata el autor de aplicar lo antedicho a diversos problemas (desde la ciber estética a la política pasando por el plagio o la distinción entre sexos), sino que a través de su tratamiento encontramos explicaciones sobre la investigación principal o puntos donde esta se completa o explica más claramente.

Antes de abordar por fin cada una de las tres preguntas antes señaladas, quisiera llamar la atención en la preposición “desde” que aparece en el título. En efecto, “Teorías del arte desde el siglo XXI” es un título que puede inducir a error: pareciera un nombre de carácter retrospectivo, en el que el autor se sitúa más allá de los problemas del siglo anterior y pormenoriza los rasgos de las teorías precedentes o, al contrario, propone unas teorías nuevas dados los avances inusitados que se producen en su siglo. Sin embargo, ya nos alertó T.S. Eliot de que El tiempo presente y el tiempo pasado están quizás presentes los dos en el tiempo futuro y el tiempo futuro contenido en el tiempo pasado. El autor, consciente de ello, reflexiona hasta las raíces de la actual decadencia de muchas artes y remonta el vuelo hacia el futuro, pero nunca obvia la presencia aún de las teorías que siguen vivientes y que sabe que no podemos ni debemos eliminar súbitamente. En este sentido, el “desde” es también un “para”: sin huir de nuestro tiempo, para realzarlo.

 

¿Cómo debe ser una filosofía del arte?

A lo largo de la obra, hay en el autor una voluntad de superar contrarios, deshacer paradojas aparentes: voluntad de absoluto y unión que recuerda a Nicolás de Cusa y que, empleando un término presente en el libro podríamos llamar “filosofía del nexo”. En efecto, Ilia Galán se sitúa más allá de reaccionarios y revolucionarios trasnochados, de objetivistas sin fisuras o subjetivistas que equiparan cualquier cosa a cualquier otra, de aquellos que creen aún en un canon hermético y revelado y los que proclaman la ausencia total de criterios, siempre con la moderación y la búsqueda de matiz de la que reflexiona, por ejemplo, en “estética de la violencia anarquista”, cuando aconseja a los revolucionarios adaptarse a los nuevos tiempos, dejar las armas y la voluntad de destrucción y criticar constructivamente, tomando también en cuenta lo positivo que tienen ante sí: nexo y reconstrucción para aprender de los errores.

Esta voluntad de síntesis, que hallaría su perfección en la mística o en la experiencia amorosa, obliga también a reconsiderar la naturaleza de la filosofía, especialmente cuando esta se aproxima al arte, pues sin duda el instrumento filosófico se modula y adecua al objeto que pretende explicar. Constata el autor que, ante el proyecto frustrado de una Ilustración que no sabemos o no podemos rescatar, partimos por fin con una ventaja en el mundo latino: la irrelevancia de nuestro Siglo de las Luces nos permite más fácilmente aunar emoción y razón, sentimiento y pensamiento, y no perecer así bajo las ruinas que ahora ceden tras mucho intentar aprisionar la realidad en la estrechez de sus moldes. La filosofía como arte de conceptos que construimos, pero también sabemos limitados y reconocemos, por tanto, y como hiciera en su idea Henri Bergson, la necesidad de la intuición, la conciencia de que no cabe establecer sobre la razón la creencia religiosa en la omnipotencia. El punto de unión entre artes y filosofía sería la metáfora, y a través de ella se comprende la relación entre la filosofía como arte y la visión de nexo que antes hemos definido como propia del autor: la metáfora es una constante remisión a otra instancia, imponderable a veces, que fluye más allá de sí hasta el Nexo de todos los nexos, esencial a la realidad como lo es en el hombre su naturaleza, base material de la experiencia estética, pues todo de todo depende y nada se encuentra explicado totalmente en sí. El dinamismo de esta filosofía, frente al polvo que se acumula sobre los estantes de los conceptos puros escindidos, su intertextualidad, es la llave que nos abre a la integración frente a la deconstrucción indefinida y nos permite aventurarnos más allá de nuestro estrecho raciocinio hacia significados más plenos: el infinito, que en el arte aparece insinuado mediante el concepto de sublimidad. La metáfora conduce al límite e invita a saltarlo, por lo que aunar saber y belleza, razón y afecto perfecciona nuestro conocimiento más que restarle rigor, como pretenderían algunos racionalistas ya de otro siglo. La filosofía así entendida nos devuelve a su significado etimológico: amor al conocimiento, amor que significa aquí integración, completitud, relación: así, se entiende que en el libro (por ejemplo, en propuestas para una ética estética en el entorno de la cibercultura) la estética se encuentre en conversación con la ética, con la política, con la religión, y no encapsulada en su propia discusión onanista, pues onanista es la concepción del arte que en esta obra se combate.

 

¿Cómo hemos llegado hasta aquí?

Ilia Galán parte de una constatación tajante respecto del arte de nuestros días: nos topamos con una decadencia rentista, deudora de las vanguardias del siglo pasado que no han sabido evolucionar, sino que han exasperado sus rasgos negativos sin criterio, hasta extremos casi ridículos de falsa provocación feísta. Decadencia esta que se observa tanto en los tópicos que rodean al arte contemporáneo, como en su consumo o en la deshumanización y vulgarización que en él nos encontramos.

Para analizar la situación, el autor se remonta primero a los prejuicios que lo informan (en general y, en concreto, en lo tocante a la música) y luego recorre la obra de Schelling y Kant o se remonta a la antigüedad de Protágoras para hallar en ellos antecedentes históricos de la teoría hoy imperante. Respecto de los prejuicios de un arte que se proclama libre de ellos, podemos enumerar aquí la bondad de la innovación por la innovación, el genio romántico incomprendido y provocador cuya sensibilidad escapa a su tiempo o el fetichismo de la autoría (frente a la que el autor se levanta, por ejemplo, elogiando la copia y las nuevas tecnologías de reproducción de obras que despuntan, pues debe primar la obra sobre la mano supuestamente sagrada del autor). Estos tópicos ya manidos proceden, como se demuestra en el texto, de la obra de autores románticos, cuyo elogio de la libertad y la subjetividad, panteísmo artístico y en ocasiones gusto por lo grotesco (basta recordar la estética a veces satánica de Baudelaire): el problema sería que, dicha estética, estaría hoy desprovista de la base que animó en su idea el espíritu creador insaciable de los románticos: la aspiración al infinito, en una era en que sólo rige lo parcial, el descreimiento. Así, esta laguna teórica daría en una equiparación constante, sin posibilidad de valoración y el arte quedaría como un mero entretenimiento entre tanto otros, como en el ámbito ético rige un relativismo casi absoluto. En la medida en que se aleja de su sentido histórico (las vanguardias nacidas al calor del romanticismo) el arte contemporáneo se torna caricatura desencajada de sí mismo y llegamos a su última fase, en que encontramos obras que incluso atentan contra aspectos esenciales de la dignidad humana sin asomo de pudor: de esta forma, la desconfianza de la belleza, la escisión de ética y estética, se extiende al ámbito de la dignidad humana, muchas veces cosificada con una lógica devoradora semejante a la del mercado dejado a su propio albur (a aquello que Marx llamara “fetichismo de la mercancía”). Y, como tal mercancía hueca, se pretende imponer su propuesta sobre un público que no la asimila aún, al que dicho arte no llega: para lograr este fin, se pretende convencer al público de su ignorancia mediante una corte de académicos pseudo intelectuales que tachan esta incomprensión de ignorancia, dando así cumplimiento al aforismo de Nicolás Gómez Dávila que rezaba: Arte popular es el arte del pueblo que no le parece arte al pueblo. El que le parece arte es el arte vulgar.

El análisis de la crisis del arte y su teorización en nuestros días imponen la necesidad de revisar y avanzar en este siglo XXI: este, y no su mera crítica, es el objetivo central de la obra que estamos analizando.

 

¿Cómo saldremos de esta situación?

Ante lo que el autor llama los últimos coletazos del largo tiburón de las vanguardias, es hora de reconstruir los criterios que nos permitan devolver las artes a su lugar merecido, y con ello la posibilidad (también deseada para el pensamiento filosófico) de que aparezcan nuevas propuestas edificantes y no meras reelaboraciones.

Hay en esta obra una búsqueda de criterios objetivos, aunque también conciencia de que el objetivismo absoluto de otras épocas ha tocado irreversiblemente a su fin. En efecto, la preeminencia de lo subjetivo y cultural sobre lo objetivo universal no debe llevarnos a un determinismo de signo contrario al tradicional (esto es, un determinismo de la subjetividad), sino que aún podemos encontrar un mínimo estético, como hay un mínimo antropológico y, por ende, un mínimo ético: así, se hermana el concepto de objetividad con el de canon, que no es ya un claustro sino un referente, y que nace también de estructuras mentales que operan sobre rasgos formales de la obra. Pero hay que salvar, además, el formalismo excesivo o manierismo, carta blanca de muchos autores hodiernos para sortear la necesidad de dotar a la obra de un fondo profundo.

Por tanto, el primer criterio ahora formulado se completa con la necesidad de embridar el arte en la experiencia humana, donde logra su significación, en su dimensión espiritual que lo lleva más allá del mero adorno comercial. Aquí aparece de nuevo la oportunidad del nexo: el arte merecedor de tal nombre es el que nos transmuta, el que nos transforma tras ser apreciado, el que trasciende de sí mismo y nos ayuda a trascender, pues la experiencia de trascender es la que dota de sentido: fundirse en algo que nos supera, como ocurre con el amor o la religiosidad.

Desde este punto de vista podemos abordar un último estadio de propuesta: la vuelta a la belleza, que remite en su cúspide a la sublimidad. El gran arte, que aúna racional e irracional, forma y fondo, también enlaza lo finito (de su materialidad) con lo infinito (de la idea que indica). La sublimidad como fundamento del arte (entendido como vía a la pulcritud, al conocimiento y encuentro fundamental por la belleza) abona la realidad para que, en palabras del autor los dioses huidos de los que habla Heidegger vuelvan a poblar con su sentido los seres finitos: si el arte contemporáneo es hijo de una teoría basada en el infinito, pero desacralizada, se trataría de restaurar su fundamento (la relación de lo infinito con lo finito, como en la filosofía de Hegel se relacionan Idea y concreción objetiva), devolver el arte a su esencia y alejar la voluntad de sacralización de las disciplinas en las que esta no se puede lograr (como ocurre con los experimentos totalitarios, cargados de afanes religiosos e impulsos de sublimidad). El arte como nexo, trascendencia, puerta, símbolo y vía para expresar los ideales sagrados que no son sino los ideales humanos que explican la propia existencia del arte. El propio autor explica esta idea en un poema de su obra La cruz dorada, también de reciente publicación:

Entre islas para mi nave

busco el último puerto.

(…)

En Ti navegaremos siempre

y cuando el barco se haya hundido

alcanzaré tu horizonte inalcanzable.

 

La noción, pues, de “horizonte inalcanzable” es el destino del arte: el límite de la metáfora, el Nexo de nexos a que punta la obra desde su infinitud más allá de sí misma, y cuya misión podemos cumplir hoy mediante la unión de las tradiciones previas a las vanguardias del siglo pasado y los aportes positivos e ineludibles que estas nos han legado.

Hay, en suma, a lo largo de Teorías del arte desde el siglo XXI, una propuesta total ante las grandes preguntas y, estemos de acuerdo o no con sus soluciones, no cabe duda de su singularidad y el acicate intelectual que representa frente a la tendencia entre nuestros autores al mero tratamiento de cuestiones parciales o, en el mejor de los casos, comentario de las realmente relevantes.